Andrés Neuman published an excellent article on Julio Cortázar in El Pais this week, one that is worth reading and shows his breath as a writer.
Los cuentos fantásticos de Cortázar han sido aislados en un canon restrictivo que tiende a traicionar la genuina variedad de su poética. Las piezas perfectas (uno de los epítetos más recurrentes en su prosa) al estilo de Continuidad de los parques, escritas durante los años cincuenta y sesenta, han eclipsado una extraordinaria periferia que, contradiciendo la opinión oficial, incluye su obra tardía. Pese a los sobreexplotados artefactos de inversión como Axolotl, muchos de sus cuentos memorables (La autopista del sur, Casa tomada) no condescienden al malabarismo estructural, ni concluyen en sorpresa. En otras palabras, la mayoría de los cuentos de Cortázar operan al margen de la simplificadora ecuación con que suele identificarse su narrativa breve, persiguiendo más bien lo que él alguna vez denominó “mecánicas no investigables”.
Un ejemplo de esas afueras es Queremos tanto a Glenda, del libro homónimo, legible como parábola de la reescritura, pero también de la censura autoritaria; se trata de un excelente cuento político, descargado de lastres panfletarios. Y sobre todo Diario para un cuento, del postrero Deshoras. En este texto final y sin embargo fundacional, Cortázar declara su intención de escribir “todo lo que no es de veras el cuento”, los alrededores de lo narrable: el contorno de un género. Quizá por eso repita la frase “no tiene nada que ver”, a modo de mantra digresivo. Para éxtasis del hermeneuta universitario, en este cuento se cita y traduce, acaso por primera vez en una obra de ficción latinoamericana, un fragmento de Derrida.
